Por Eloy Roy
AMADA HONDURAS
lunes, 23 de marzo de 2015
CONEXIÓN JPG
Por Eloy Roy
sábado, 29 de mayo de 2010
EL MEJOR PAÍS DEL MUNDO
En la reunión de barrio de esta tarde, el compadre Chepe pide disculpas para tomar la palabra y, con mucha emoción, dice: “A mí no me gusta que siempre se hable de las cosas malas de mi país. Ya “rayan” con eso. Porque mi país no es solamente corrupción y subdesarrollo. Mi país es mi país. Lo quiero con toda el alma. Yo digo que mi país es como mi madre. Madre hay una sola, y la mía fue una mujer pobre e ignorante que tuvo que trabajar como una mula para dar de comer a sus hijos. Hemos sufrido mucho en casa, pero no por eso vamos a hablar mal de nuestra madre. Sin ella, no estaríamos acá. Lo mismo con nuestra tierra hondureña: ella es parte de nosotros y nosotros somos parte de ella. Sin ella no seríamos nada. Por eso digo yo que Honduras es como mi madre. Para mí, ¡Honduras es el mejor país del mundo!”.
Todos aplauden al Chepe. Venancio lo felicita calurosamente antes de agregar a su vez: “Por supuesto, nuestro país no es el paraíso terrenal, pero, Chepe tiene la razón. Siempre hablamos de los problemas del país y casi nunca de sus cualidades. Hablemos hoy de lo que nos hace orgullosos de ser hondureños. Nos va a hacer mucho bien a todos.”
Así, durante una hora, cada quien va dando pinceladas para pintar el cuadro más hermoso posible de su Honduras amada. Entre el azul de los dos grandes mares, Honduras brilla como una estrella preciosa en el corazón de Centroamérica. Tiene de todo: minas de oro, minas de plata, unas tierras en el Norte que figuran entre las más fértiles de América. Tiene las maravillosas Ruinas mayas de Copán, que son famosísimas en todo el mundo, y las Islas de
Pero, muy por encima de todo eso, lo más precioso de Honduras es su gente. Es una gente linda, sencilla, simpática y muy cariñosa. Los hondureños son inteligentes y, en los momentos más difíciles, saben ser solidarios y generosos. A pesar de ser pecadores como son todos los humanos, y tal vez por eso mismo, tienen mucha fe en Dios. Gracias al testimonio de Jesús, saben que Dios los ama. Y ellos, a su manera, lo aman mucho también. Así como aman con inmenso cariño a
Evangelio
Después de compartir alegremente sobre todas las cosas lindas de la patria, un participante de la reunión plantea que el mismo Jesús tiene que haber amado muchísimo a su Palestina. Le llama la atención cómo el evangelio de Marcos lo muestra andando por todos los caminitos de su tierra. Oriundo de Nazareth, en Galilea, salió, un día, de su pueblo y se fue caminando hacia el sur. Llegó a la región del río Jordán donde su primo Juan bautizaba, y se hizo bautizar por él. Luego se retiró al desierto y se quedó allí cuarenta días. Después de que Juan fuera hecho preso, volvió a Galilea y empezó a proclamar
En apenas dos años, Jesús recorrió su país de punta a punta: toda
Reflexión del grupo
Chepe, Venancio y toda la gente de la reunión llega a esta conclusión: si Jesús amó tanto a su tierra (que no era más hermosa que Honduras), y si tanto amó a la gente de su pueblo (que no era mejor ni peor que los hondureños), “ni un instante debemos dudar de su amor por nosotros y por nuestra querida Honduras”. Él mismo vivió primero en un pueblo de campo. Después se trasladó a un barrio de ciudad como los hay a patadas en el mundo. En esos barrios se amontona gente venida de todas partes con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida. Jesús andaba feliz en medio de esa gente. Era gente sencilla y alegre, a veces muy generosa y otras veces bastante peleadora; en una palabra, era gente muy parecida a Chepe, Venancio, Dolores, María Josefa y todos los demás del barrio “Honduras Nueva”.
Oración comunitaria
Señor, tus pies han caminado sobre una tierra parecida a la nuestra, llena de dolor, pero también de mucha belleza. Tus manos han labrado la madera, preparado el fogón, cocinado el pescado; han desgranado el trigo como nosotros desgranamos el maíz; han acariciado niños traviesos como los nuestros; han aliviado y curado enfermos como los tenemos entre nosotros.
Señor, tus ojos han contemplado los pájaros del cielo y se han maravillado ante las flores como las que adornan nuestros árboles, nuestros patios y calles. Has subido montañas, has bebido del agua de los manantiales, te has bañado en el río, has pescado con tus amigos; has abrazado a los niños y has jugado con ellos como nosotros hacemos; has comido con tus amigos, has dormido en casitas como las nuestras, te has divertido en las fiestas de tu pueblo. Has conocido la vida de ciudad: el ruido, las calles llenas de piedras, sin agua potable, sin luz eléctrica, sin servicio de aguas negras, lejos de la escuela o del médico, allí donde la gente se pelea por una “chambita”, donde algunas mujeres tienen que vender su cuerpo para dar de comer a sus hijos, y donde los jóvenes se van a países más ricos en busca del paraíso…. Por eso nos conoces muy bien a los hombres y mujeres de Honduras. Eres de verdad nuestro vecino de barrio, un hijo de nuestro pueblo, un amigo nuestro muy querido. Eres nuestro orgullo, nuestra alegría y nuestra esperanza. Te damos gracias, Señor Jesús.
¡Qué el Dios de los hondureños y de cada pueblo de la tierra - cuyo país también es el mejor del mundo…- nos acompañe en nuestro caminar hacia más justicia, más cordura y más fraternidad!
domingo, 25 de abril de 2010
LA SAMARITANA DE HONDURAS
A Juana Pavón
Jn 4, 1- 42; Mt 21, 31
A mí me dicen Honduras, no sé por qué. Mi madre era india y tuvo cinco maridos. Cada uno de ellos la violó y la robó repetida y religiosamente. El primer marido fue un fanático español, el segundo fue un pirata inglés, el tercero fue un vaquero gringo, el cuarto fue un caudillo cachureco, y el quinto fue un caudillo colorado.
Todos tenían olor a pólvora, a ajo, a agua bendita, a pescado podrido, a leche cuajada y a burro. Todos tenían los ojos de toros en celo, garras de pumas y picos de zopilotes.
Se echaron encima de mi madre y sacaron de su vientre oro y plata;
le arrancaron sus milenarios árboles de madera fina; le pusieron cercos a sus tierras de eterna primavera y las sembraron de bananas y de vacas para la exportación... Una vez despojada de su belleza, la botaron afuera. Es allí donde nací yo de padre desconocido, desterrada en mi propia tierra, como casi todos los hijos e hijas de mi patria.
De por mi madre, soy hermana de los que se quedaron con el país heredado de aquellos cinco hijos de puta que abandonaron a mi madre y no me reconocieron a mí. Se quedaron con todo, y como buenos hijos de sus padres, cada día nos siguen cagando encima
a mí y a los seis millones que son como yo. En esto radica mi identidad: ser media hermana de zopilotes e hija de ningún padre.
Será por eso que me llaman “Honduras”.
No soy religiosa pero amo a Dios, porque mi Dios no es el dios de los que pintan lindo por fuera y están podridos por dentro. Mi Dios es el Dios de los leprosos como yo, aparentemente feos pero invisiblemente limpios como suelen ser aquellos que odian la mentira.
Muchos pecados tengo, pero no los tapo.
“En ti no hay falsedad,” me dijo un amigo, con quien, hace poco, estuve tomando cerveza en un bar que las damas no frecuentan pero, sí, sus maridos y mujeres como yo.
Me decía él: “Todo el país está prostituido, de pies a cabeza, comenzando con la gente más importante. El problema con ellos es que todos se hacen los santos, los puros, los inmaculados, los salvadores y mesías del pueblo. Todos son la solución, todos son la salvación, pero todos son ladrones, mentirosos y por demás corruptos. Sus manos chorrean sangre, sangre de mi pueblo al que tienen engañado, embobado, anestesiado, hipnotizado, cegado, secuestrado, hambreado, hecho pedazos, cagado, jodido y asesinado.”
“Contigo es distinto, me dijo él a mí. Todos te explotan, y te tienen agotada. Pero tú no pides nada y das lo que no tienes; sólo buscas lo que buscan los niños: una casita llena de flores, tan siquiera una comida sana por día y mucha ternura. Sólo buscas que se te devuelva el alma robada. Hoy me has visto con sed y pobre como tú, y me convidaste a una cerveza. Por eso digo que eres hermosa y limpia. Eres buena, por lo tanto, eres linda.”
Le pregunté si era brujo por adivinar tan bien mis pensamientos. Él se rió y me contestó que podía leer fácilmente en mí “porque eres transparente, me dijo, como agua cristalina que brota de la roca y salta hasta los jardines de Dios. En ti no hay falsedad. Por eso estás cerca del corazón de Dios y vas al frente en su Reino.”
Le dije que él era un buen poeta, pero que yo no practicaba ninguna religión... Él me dijo: “¡Enhorabuena! Eso de las religiones es un fracaso. Ya llegó la hora que eso cambie y que cada uno descubra por su cuenta, en lo hondo de su corazón la verdad de un Dios que es Espíritu y más libre que el viento.”
miércoles, 7 de abril de 2010
lunes, 29 de marzo de 2010
AMADA HONDURAS
Por: Eloy Roy
El autor vivió y trabajó en Choluteca,
en el sur de ese país, entre 1963 y 1972.
Honduras, no eres pequeña, sino muy grande en mi corazón. Fuiste mi segunda cuna. Hacía 26 años que yo había nacido en un país llamado Canadá cuando te conocí, pero fue en tu tierra donde empecé a nacer a todo el planeta. Tú me abriste las puertas de la humanidad. A través de tu pueblo comencé a vislumbrar, a sentir, a palpar la grandeza del ser humano.
Mi vida no había sido siempre muy fácil, pero cuando llegué a ti y vi la dulzura con que la mayoría de tu gente enfrentaba las duras condiciones de la vida, cuando conocí la cortesía de tu pueblo sencillo, su gran respeto, su sonrisa aún en la angustia extrema, su sabrosa sabiduría, su chispa picaresca, su inteligencia para salirse de los aprietos, su profundo sentido de lo sagrado, su pintoresca religión popular, su cariño conmovedor para con
Caí desde lo alto cuando, a mi llegada a Choluteca en 1963, vi grabado en la pila bautismal del templo parroquial la fecha 1643, pues me acordé que en aquel año, el Canadá estaba todavía en pañales; Québec, que fue su primera ciudad, constaba apenas de unas cuantas callecitas y Montreal cumplía sólo un año de su fundación.
Te amo, Honduras, por la belleza de tus paisajes, tan variada como la de tus habitantes. Te amo por Copán, cuyo misterio me deja sin habla. Te amo por tus pueblos coloniales donde felizmente no prevalece la línea recta, y donde uno se hamaca entre la serena solemnidad del pasado y el sueño de un futuro de sosiego que se hace esperar demasiado.
Te amo por tus comadres que, al volver del río, se quedan platicando largos ratos en las esquinas con las espaldas erguidas como espadas, llevando sobre la cabeza enormes bultos de ropa como si fueran plumas.
Lo confieso, no me gustaba el maíz, pero a través de la humilde tortilla a la que la mano fraterna de tu pueblo me ha convidado tantas veces y con tanto amor, llegué a sentirlo como un pan del cielo, un signo sagrado de la hondureñidad de un Dios hecho alimento para su amado pueblo.
Fue en tus tierras pedregosas donde aprendí a tenerles cariño a los garrobos1, que Dios en su gracia creó en Honduras para proveer en proteínas a sus vecinos de El Salvador. Es también entre tus cactus y espinos, y a la orilla de tus carreteras, donde descubrí a esos rapaces horriblemente feos que llamas “zopilotes”2y que son una maravilla de ingeniería ecológica.
Amé a tus cabritas juguetonas que trepaban a las ramas de los jícaros3 y también sabían jalar carretilladas de leñita bajo la sabia guía de un cipote4. Amé también el majestuoso caminar de tus enormes bueyes blancos arando la tierra o jalando pacientemente pesadas carretadas de todo lo que se puede transportar en este mundo.
Yo no sabía mucho de perros, pero mi sorpresa no fue poca cuando, al llegar a tu tierra, descubrí que esos animales también eran católicos y, a veces, más adictos a la misa que muchos bautizados y confirmados.
Aprendí a no morirme de angustia cuando, por la montaña, se me rompía el jeep en caminos de mala muerte, a años luz de todo taller mecánico, porque siempre se me aparecía algún ángel de sombrero de paja y de caites5 que, con su machete y un par de alambres, me sacaba como si de nada de los apuros más extremos.
Yo admiraba a la gente de tu pueblo que trepaba las montañas brincando como venados, mientras yo, con los pies colgando sobre la boca del abismo y agarrándome desesperadamente de la crin de mi caballo, sólo podía cruzar el filo de los cerros por puro milagro de Dios.
De ti aprendí el abrazo de la amistad, efusivo, cálido y bullicioso que, 20 años atrás hubiera extrañado y aún escandalizado a mucha gente de mi país acostumbrada apenas a darse la mano en circunstancias excepcionales como los casamientos, los funerales o el Año nuevo. Aprendí además a señalar las cosas ya no más con el dedo sino con la boca, que es menos trabajo... y también a decir “¡a la pucha!”, lo que por todo el orbe me fue de gran utilidad para aliviar mi alma de sus sentimientos menos púdicos.
Honduras amada, a ti te debo el que la muerte empezara a aparecerme más como una amiga que como un drama, cuando tuve el privilegio de acompañar en su despedida de la tierra a algunos de tus ancianos y ancianas. Los veo todavía con la cara iluminada abriendo los brazos a la vida del más allá, bebiendo mis bendiciones, aceptando todo, creyendo todo, entregándose a su Diosito con una alegría de niños. Los veo todavía con los ojos medio cerrados casi gozando con la vista del humilde féretro de tablas recién cepilladas que colgaba encima de su camita; era el cajón en que iban a ser enterrados, pero más se parecía a una barquita del otro mundo que los esperaba para llevarlos de vuelta a su casa del cielo. Así quiero morir yo: como ellos.
Todavía se me pone la carne de gallina al recordar la fuerza con que cantabas el “Gracias mil veces” o el “Bendito sea Dios” bajo los techos de chapas de tus humildes capillas del campo, y siempre pensé que el oído musical que Dios te había regalado era la mejor señal de que sus ángeles poblaban con toda seguridad la copa de tus grandes árboles.
También aprendí de ti que, contrariamente a todas las leyes de la física, lo más grande cabe en lo más chiquito. Tus simpáticos camiones pomposamente disfrazados de buses eran su prueba más « contundente ». Aunque estuvieran repletos como el Arca de Noé y que ya no cupiera en ellos ni un alfiler, siempre había lugar para más gente, más gallinas, chanchitos ataditos, bolsas de pescado, ajos, piñas, racimos de plátanos y muchas cosas más... Pues, en Honduras es así: siempre hay lugar. En sus casas, aún en las más humildes, hay siempre lugar para el huérfano, los ahijados, los sobrinitos que tienen necesidad. Te lo digo, Honduras, tu corazón es muy parecido a tus buses: en él cabe mucho amor.
Lo llamaban “el Padre Julián”. Era un compañero misionero como los hay pocos. Aprendí de él un montón de cosas...
Aprendí, por ejemplo, que los niños de pecho podían integrar
De ese entrañable compañero aprendí que se podía perfectamente bien abrir el camino de la salvación con el evangelio de Jesús en una mano y palos de dinamita en la otra, haciendo volar por el camino todo lo que impedía que el jeep misionero llegase a los rincones más inasequibles de las montañas. De él aprendí que no era ningún pecado robarle a los compañeros sacerdotes: sábanas, toallas, camisas, calzones, pantalones, sotanas, roquetes, manteles de altar y otras muchas cosas para vestir a los desnudos y hacer felices a los más pobres. En fin, aprendí también que un padrecito ya podía ser venerado en este mundo como un santito de verdad, cuando algunas de sus ovejas más inspiradas se empeñaban en proclamar que quien había escrito
De mis otros compañeros aprendí más cosas todavía. Aprendí que el Evangelio no se proclamaba sólo en las misas sino también por la radio, las escuelas, el arte, el teatro, el folklore, las artes del gimnasio y del circo, la promoción de un puerto de mar en Amapala y por qué no, la de una universidad y aún de un aeropuerto en Choluteca (sólo faltarían un centro de esquí en San Marcos de Colón y una sucursal de
Aprendí de mis compañeros misioneros que el Evangelio no era sólo cosa del templo sino antes que nada acción concreta de concientización, de capacitación, de organización, de participación, de promoción y de liberación de un pueblo, insuflándole confianza en sí mismo, ánimo y esperanza desde la fe en un Dios hecho carne hasta la cruz para el levantamiento de los caídos de la tierra. Aprendí que el mismo Evangelio nos apremia a concretar acciones pacíficas, pero audaces y hasta heroicas como, por ejemplo, actualizar el Éxodo bíblico conduciendo centenares de familias sin tierra hacia lugares remotos e inhóspitos de la selva de Olancho para asentarlas en tierras vírgenes preñadas de promesas; o alentar la recuperación de tierras robadas y de dignidad pisoteada aún cuando los fusiles de los pretendidos dueños, apoyados por soldados mercenarios, no vacilaban en matar para imponer su ley de ladrones (eso, obviamente, antes de que a los mismos ladrones se les ocurriese fomentar acciones, falsamente similares, con la sola finalidad de desacreditar la lucha popular inspirada por la fe y tratar de convertirla en un instrumento más de corrupción y opresión)... Aprendí que, a pesar de todos los intentos de sabotear la acción popular animada por el Evangelio de Jesús, se puede, sin ningún capital, con el apoyo de casi nadie, e incluso con la oposición o la indiferencia de muchos, llegar a cambiar desiertos en fuentes y salinas en vergel como lo atestigua hoy la gigantesca obra de
También aprendí que el Espíritu de Dios, que sopla donde quiere, no queda encerrado en las obras de los misioneros o dentro de lo que acostumbramos identificar con
Aprendí mucho de nuestros primeros Delegados de
Contaban maravillados cómo la juventud que andaba sin rumbo, abandonada y dispersa por todos lados, se estaba despertando y encauzando en un gran movimiento animado por otro compañero profeta, el Padre Iván Bouffard, aportando un dinamismo inesperado a todos los proyectos comunitarios; y decían cómo de repente se pintaba en esos jóvenes el alba del propio futuro de una Iglesia del pueblo, humilde y fuerte, pobre y valiente, profundamente humana y liberadora, y hondureña de pies a cabeza. Después venían las mujeres a proclamar cómo ellas también habían sido propulsadas como de la noche a la mañana de un estado de postergación y de verdadera esclavitud al de protagonistas de primer plano en la transformación de sus familias y comunidades. Aquel día, era Pentecostés bajo el techo incandescente de la cancha del antiguo colegio Goretti de las Hijas de Jesús.
En ese día grandioso, pude apreciar más que nunca el alcance de la labor paciente y generosa de cada uno y de todos mis valiosos compañeros misioneros, la que iba a florecer y fructificar a lo largo de los años, en Choluteca o en
En jeep, en camioneta, a caballo, a lomo de mula o a pie, sudando la gota gorda día y noche y 365 días al año, se los veía en todas partes y todos los días cantando: “Levantemos el corazón” ... “Demos Gracias al Señor nuestro Dios”. Ninguno de ellos o ellas ha escatimado esfuerzos en la promoción de la mujer y de la juventud, dando su espacio a los excluidos, promoviendo los derechos humanos, capacitando al máximo a los colaboradores, en una palabra, fomentando una experiencia de Iglesia que fuera innegablemente dignificante y idealmente liberadora.
Todo eso se realizó a veces a tientas, las más de las veces corriendo hacia adelante, pero también, algunas veces, volviendo para atrás y frenando bruscamente. En ciertas oportunidades, hubo choques y se cometieron errores. Pero se puede afirmar con la mano en el corazón que jamás nadie dejó de dar lo mejor de sí mismo en situaciones que a veces fueron demasiado penosas y confusas.
Mucho aprendí. Pues fue en Honduras donde tuve mis primeras lecciones prácticas de política y me enamoré de la historia que da la clave de acceso a la comprensión de un pueblo. Por primera vez en mi vida entré en una embajada. Nunca antes había visto a un Presidente de cerca ni imaginado jamás que un gobierno pudiera tener más importancia que el país e, incluso, más que el pueblo. Ni cómo una sola multinacional podía tener más poder que todo un gobierno, ni cómo una sola Embajada extranjera podía manejar todo un gobierno y toda una nación. Vi con estupefacción cómo la justicia se las pasaba habitualmente encarcelada, mientras la injusticia andaba a rienda suelta por las calles, mandando en los tribunales y en cada escalón del poder.
Allí vi cómo la insaciable hambre de riquezas es el opio verdadero del pueblo y la causa de todas las pobrezas y miserias. Porque, en un principio, no fue la pobreza el problema fundamental de Honduras, sino las cantidades de oro que el país tenía encerrado en sus entrañas. Ese oro trastornó a Honduras desde su nacimiento, la intoxicó e impidió que creciera en forma orgánica. Echó a perder los mejores intentos para edificar un país próspero y libre. Ese afán de enriquecimiento rápido hizo pedazos todo intento de construir una sociedad que se rigiera por la ley, y convirtió a cada hondureño en enemigo de sus compatriotas; fomentó el terror, el robo, el juego, la prostitución, el alcoholismo y demás vicios; el contrabando, las mafias y los asesinatos; en una palabra, coronó como motor de la vida
No ha acaecido una sola desgracia en la historia de Honduras que no haya nacido en la boca de las minas de oro y plata de ese país, comenzando con los golpes de estado a repetición y la entrega gradual de las riquezas nacionales a intereses extranjeros, siguiendo con la corrupción legendaria de los gobernantes y el narcotráfico, hasta las maras que hoy día tienen en jaque a ese mismo país que, por otra parte, se está desangrando despiadadamente por los hechizos del sueño americano.
Vi cómo
También llegué a comprender que una Reforma agraria no consiste sólo en distribuir tierras...
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Por el camino he podido apreciar cómo las tradiciones que hacen a la identidad de un pueblo pueden, en momentos cruciales de la historia, convertirse en verdaderos estorbos que bloquean su futuro. Jesús mismo no tuvo reparos en desechar muchas de las creencias y tradiciones de su pueblo, algunas incluso muy sagradas, para desbrozarle el camino a la vida.
Honduras es a la vez una maravilla y un gran dolor. Pero he aprendido algo más en ese país amado. En abril, justo antes de las primeras lluvias de mayo, cuando la sequía anual de seis largos meses está en su cenit, los grandes árboles, sacando agua de no sé qué profundidad del suelo, se cubren de una masa de flores de una belleza deslumbrante. Ese fenómeno, que siempre me asombró, ha dejado grabada en mi corazón la profunda convicción de que esos árboles que florecen en plena sequía justo antes de la llegada de la lluvia, son la imagen viva del pueblo hondureño: aún sin agua, sin plata, sin nada, ese pueblo maravilloso, no sé por qué milagro de Dios, sigue y siempre seguirá floreciendo...
Fue en Honduras donde empecé a convertirme al pueblo, a sentirme pueblo, a hacerme pueblo... yo que, siendo del pueblo, había sido apartado de él durante años para ser formado supuestamente como un buen sacerdote de Dios... Ese reencuentro con el pueblo me obligó a replantearme un montón de certezas que ya se habían constituido en pilares de mi vida. Pues a fuerza de ir mirando las cosas desde el pueblo, con los ojos y con el corazón del pueblo, y no desde libros, no desde un poder acreditado por el cielo, no desde una corporación poderosa que pretende poseer la verdad, una gran conmoción se produce inevitablemente en uno: las seguridades se caen una tras otra, dejándole a uno un inmenso vacío. Mi salud que nunca fue muy buena acabó por quebrarse.
Tuve que dejar Honduras. Pero al cabo de unos años, salí hacia otros rumbos reanudando mi peregrinaje. Al llegar a Argentina procuré ponerme directamente del lado del pueblo. Lo atesorado en Honduras, lo invertí en una cultura autóctona milenaria, en la gente de las minas, en los Derechos humanos, en la causa de los desaparecidos por
Y cuando luego me tocó llegar a
Cuando aún estaba en Honduras, no tenía conciencia clara de lo que ahora relato. Y, por eso, sin quererlo, tuve probablemente más de una vez actitudes pesadas con el pueblo, por simple prepotencia o, por creer tal vez, que yo sabía más; actitudes estúpidas de superioridad o actitudes paternalistas como para hacerme el héroe o no sé qué. A veces prediqué cosas con mi cerebro que ni yo mismo entendía. No fui siempre hombre de diálogo, porque yo era de una cultura donde no existía tal cosa. Y confieso que, a pesar de no ser un fanático de la puntualidad, todavía tengo problemas con la hora latina... Pero creo que me convertí al agua bendita, porque los hondureños me enseñaron que hay que tomarla para que el cuerpo de uno se haga sagrado; además, empecé de a poquito a amar a los santitos, aunque no a sus pelucas.
Si, en los pocos años que estuve en Honduras, pude servir el Reino de Dios con alguna creatividad, fue porque el mismo Dios me dio el privilegio único – ahora lo veo con mayor claridad - de acompañar al buen obispo Marcelo en sus primeros años al frente de lo que entonces se llamaba
Ahora estoy nuevamente en mi país, donde, 50 años atrás,
Pero, sea como fuere, en estos días, no corren por las calles los signos de una nueva vida para nuestra Iglesia. Entonces a veces pienso que a
¡Y ahora, a sacar el chancho gordo y el palo encebado, las toreadas de vacas, el torofuego, las bombas de estruendo, las carreras de cintas y de patos, los jaripeos7 y las rancheras a todo dar, porque esos años en que caminé junto al pueblo hermano de Honduras pasaron como un día apenas! Sigue el camino y no falta la esperanza, porque sabemos que “el amor de Dios no se ha acabado, ni se han agotado sus misericordias; cada mañana se renuevan, y su fidelidad es grande” (Lam 3, 22-23).
Notas:
1. Garrobo: reptil muy parecido a la iguana. 2 . Zopilote Ave falconiforme americana semejante al buitre común. 3 Jícaro: árbol nativo de México y Centroamérica. De copa ancha y abierta Florece y fructifica durante todo el año.4 Cipote: Niño/a (cipota), jovencito/a. 5 Caite: sandalia tradicional, hecha a mano, a veces con suela cortada de una llanta, 6. Catracho: Catracho es un gentilicio sinónimo de 'Hondureño'.. 7. Jaripeo: conjunto de faenas que se realizan al enlazar, colear, torear o jinetear a un caballo o a un toro. El jaripeo es un pasatiempo de origen mexicano que forma parte de las festividades celebradas en la mayoría de los pueblos del país