lunes, 29 de marzo de 2010

AMADA HONDURAS


Por: Eloy Roy

El autor vivió y trabajó en Choluteca,

en el sur de ese país, entre 1963 y 1972.

Honduras, no eres pequeña, sino muy grande en mi corazón. Fuiste mi segunda cuna. Hacía 26 años que yo había nacido en un país llamado Canadá cuando te conocí, pero fue en tu tierra donde empecé a nacer a todo el planeta. Tú me abriste las puertas de la humanidad. A través de tu pueblo comencé a vislumbrar, a sentir, a palpar la grandeza del ser humano.

Mi vida no había sido siempre muy fácil, pero cuando llegué a ti y vi la dulzura con que la mayoría de tu gente enfrentaba las duras condiciones de la vida, cuando conocí la cortesía de tu pueblo sencillo, su gran respeto, su sonrisa aún en la angustia extrema, su sabrosa sabiduría, su chispa picaresca, su inteligencia para salirse de los aprietos, su profundo sentido de lo sagrado, su pintoresca religión popular, su cariño conmovedor para con la Virgencita y su bondad conmigo, quedé absolutamente atrapado. No se cuentan las veces en que tus hijos o hijas más humildes del campo me dieron unas enseñanzas más hondas que todo lo que yo había estudiado anteriormente en filosofía. A ti te pegaron en la frente la etiqueta de país pobre, pero quiero que sepas que hay algo muy bueno con los pobres: ellos no pueden darse el lujo de llevar máscaras de oro para tapar lo que son. En ellos se ve el alma humana al desnudo y se toca con la mano la verdad de las cosas y de las personas. Y es así como empecé a entender por qué Jesús amaba tanto a los pobres: en ellos no hay falsedad, o si la hay, es tan frágil.

Caí desde lo alto cuando, a mi llegada a Choluteca en 1963, vi grabado en la pila bautismal del templo parroquial la fecha 1643, pues me acordé que en aquel año, el Canadá estaba todavía en pañales; Québec, que fue su primera ciudad, constaba apenas de unas cuantas callecitas y Montreal cumplía sólo un año de su fundación.

Te amo, Honduras, por la belleza de tus paisajes, tan variada como la de tus habitantes. Te amo por Copán, cuyo misterio me deja sin habla. Te amo por tus pueblos coloniales donde felizmente no prevalece la línea recta, y donde uno se hamaca entre la serena solemnidad del pasado y el sueño de un futuro de sosiego que se hace esperar demasiado.

Te amo por tus comadres que, al volver del río, se quedan platicando largos ratos en las esquinas con las espaldas erguidas como espadas, llevando sobre la cabeza enormes bultos de ropa como si fueran plumas.

Lo confieso, no me gustaba el maíz, pero a través de la humilde tortilla a la que la mano fraterna de tu pueblo me ha convidado tantas veces y con tanto amor, llegué a sentirlo como un pan del cielo, un signo sagrado de la hondureñidad de un Dios hecho alimento para su amado pueblo.

Fue en tus tierras pedregosas donde aprendí a tenerles cariño a los garrobos1, que Dios en su gracia creó en Honduras para proveer en proteínas a sus vecinos de El Salvador. Es también entre tus cactus y espinos, y a la orilla de tus carreteras, donde descubrí a esos rapaces horriblemente feos que llamas “zopilotes”2y que son una maravilla de ingeniería ecológica.

Amé a tus cabritas juguetonas que trepaban a las ramas de los jícaros3 y también sabían jalar carretilladas de leñita bajo la sabia guía de un cipote4. Amé también el majestuoso caminar de tus enormes bueyes blancos arando la tierra o jalando pacientemente pesadas carretadas de todo lo que se puede transportar en este mundo.

Yo no sabía mucho de perros, pero mi sorpresa no fue poca cuando, al llegar a tu tierra, descubrí que esos animales también eran católicos y, a veces, más adictos a la misa que muchos bautizados y confirmados.

Aprendí a no morirme de angustia cuando, por la montaña, se me rompía el jeep en caminos de mala muerte, a años luz de todo taller mecánico, porque siempre se me aparecía algún ángel de sombrero de paja y de caites5 que, con su machete y un par de alambres, me sacaba como si de nada de los apuros más extremos.

Yo admiraba a la gente de tu pueblo que trepaba las montañas brincando como venados, mientras yo, con los pies colgando sobre la boca del abismo y agarrándome desesperadamente de la crin de mi caballo, sólo podía cruzar el filo de los cerros por puro milagro de Dios.

De ti aprendí el abrazo de la amistad, efusivo, cálido y bullicioso que, 20 años atrás hubiera extrañado y aún escandalizado a mucha gente de mi país acostumbrada apenas a darse la mano en circunstancias excepcionales como los casamientos, los funerales o el Año nuevo. Aprendí además a señalar las cosas ya no más con el dedo sino con la boca, que es menos trabajo... y también a decir “¡a la pucha!”, lo que por todo el orbe me fue de gran utilidad para aliviar mi alma de sus sentimientos menos púdicos.

Honduras amada, a ti te debo el que la muerte empezara a aparecerme más como una amiga que como un drama, cuando tuve el privilegio de acompañar en su despedida de la tierra a algunos de tus ancianos y ancianas. Los veo todavía con la cara iluminada abriendo los brazos a la vida del más allá, bebiendo mis bendiciones, aceptando todo, creyendo todo, entregándose a su Diosito con una alegría de niños. Los veo todavía con los ojos medio cerrados casi gozando con la vista del humilde féretro de tablas recién cepilladas que colgaba encima de su camita; era el cajón en que iban a ser enterrados, pero más se parecía a una barquita del otro mundo que los esperaba para llevarlos de vuelta a su casa del cielo. Así quiero morir yo: como ellos.

Todavía se me pone la carne de gallina al recordar la fuerza con que cantabas el “Gracias mil veces” o el “Bendito sea Dios” bajo los techos de chapas de tus humildes capillas del campo, y siempre pensé que el oído musical que Dios te había regalado era la mejor señal de que sus ángeles poblaban con toda seguridad la copa de tus grandes árboles.

También aprendí de ti que, contrariamente a todas las leyes de la física, lo más grande cabe en lo más chiquito. Tus simpáticos camiones pomposamente disfrazados de buses eran su prueba más « contundente ». Aunque estuvieran repletos como el Arca de Noé y que ya no cupiera en ellos ni un alfiler, siempre había lugar para más gente, más gallinas, chanchitos ataditos, bolsas de pescado, ajos, piñas, racimos de plátanos y muchas cosas más... Pues, en Honduras es así: siempre hay lugar. En sus casas, aún en las más humildes, hay siempre lugar para el huérfano, los ahijados, los sobrinitos que tienen necesidad. Te lo digo, Honduras, tu corazón es muy parecido a tus buses: en él cabe mucho amor.

Lo llamaban “el Padre Julián”. Era un compañero misionero como los hay pocos. Aprendí de él un montón de cosas...

Aprendí, por ejemplo, que los niños de pecho podían integrar la Cruzada Eucarística y recibir la santa comunión junto con los adultos; que se podía ser un buen cura y jugar con los niños al gato y al ratón a cuatro patas en la arena; que se podía también sacar muelas, ser partero, dirigir una banda de música, tocar cualquier instrumento musical y enseñar catequesis con trozos sacados de mil películas y pegados unos a otros, con temas y protagonistas tan transcendentales como Mickey Mouse, el campeonato mundial de hockey sobre hielo, Tarzán, el rosario en familia, los Tres chiflados y las apariciones de Fátima... Aprendí también que se podía tener el físico de un boxeador y tener un corazón de niño, conquistar las almas de los militares más toscos, de los presos más ariscos y de los chicos más diablos atrayéndolos a todos con un puñadito de confites; inventar historias fantasmagóricas y, sin pestañear, contarlas a la gente como pura Palabra de Dios; salir a celebrar hasta cinco misas en el mismo día a los cuatro puntos cardinales de una inmensa parroquia serrana, con el único fin de darle un poco de calor humano y divino a los pueblitos más aislados, y eso con toda la piedad de un Papa y la velocidad de un corredor olímpico, sin dejarse mover un pelo en materia litúrgica por los sacrosantos cánones de la Iglesia.

De ese entrañable compañero aprendí que se podía perfectamente bien abrir el camino de la salvación con el evangelio de Jesús en una mano y palos de dinamita en la otra, haciendo volar por el camino todo lo que impedía que el jeep misionero llegase a los rincones más inasequibles de las montañas. De él aprendí que no era ningún pecado robarle a los compañeros sacerdotes: sábanas, toallas, camisas, calzones, pantalones, sotanas, roquetes, manteles de altar y otras muchas cosas para vestir a los desnudos y hacer felices a los más pobres. En fin, aprendí también que un padrecito ya podía ser venerado en este mundo como un santito de verdad, cuando algunas de sus ovejas más inspiradas se empeñaban en proclamar que quien había escrito la Biblia era el Padre Julián, y no el Papa...

De mis otros compañeros aprendí más cosas todavía. Aprendí que el Evangelio no se proclamaba sólo en las misas sino también por la radio, las escuelas, el arte, el teatro, el folklore, las artes del gimnasio y del circo, la promoción de un puerto de mar en Amapala y por qué no, la de una universidad y aún de un aeropuerto en Choluteca (sólo faltarían un centro de esquí en San Marcos de Colón y una sucursal de la NASA en Nacaome...). Aprendí, especialmente con el Padre Juan Pablo Guillet, que el Reino de Dios se hace plantando estaciones radiofónicas por todo el país (y más adelante hasta en los rincones más remotos de África vía satélite), y por medio de la alfabetización, el cooperativismo, las cajas de ahorro y crédito, el desarrollo económico, las técnicas agrícolas, la creación de fuentes de trabajo, la unión y solidaridad de los trabajadores, y también, por cierto, por la formación de los futuros sacerdotes en las ciencias de la fe, de la pastoral, de la filosofía y otras ramas del saber humano, junto con el arte de vivir en Dios y en comunidad al servicio de un Evangelio inseparable de la justicia social.

Aprendí de mis compañeros misioneros que el Evangelio no era sólo cosa del templo sino antes que nada acción concreta de concientización, de capacitación, de organización, de participación, de promoción y de liberación de un pueblo, insuflándole confianza en sí mismo, ánimo y esperanza desde la fe en un Dios hecho carne hasta la cruz para el levantamiento de los caídos de la tierra. Aprendí que el mismo Evangelio nos apremia a concretar acciones pacíficas, pero audaces y hasta heroicas como, por ejemplo, actualizar el Éxodo bíblico conduciendo centenares de familias sin tierra hacia lugares remotos e inhóspitos de la selva de Olancho para asentarlas en tierras vírgenes preñadas de promesas; o alentar la recuperación de tierras robadas y de dignidad pisoteada aún cuando los fusiles de los pretendidos dueños, apoyados por soldados mercenarios, no vacilaban en matar para imponer su ley de ladrones (eso, obviamente, antes de que a los mismos ladrones se les ocurriese fomentar acciones, falsamente similares, con la sola finalidad de desacreditar la lucha popular inspirada por la fe y tratar de convertirla en un instrumento más de corrupción y opresión)... Aprendí que, a pesar de todos los intentos de sabotear la acción popular animada por el Evangelio de Jesús, se puede, sin ningún capital, con el apoyo de casi nadie, e incluso con la oposición o la indiferencia de muchos, llegar a cambiar desiertos en fuentes y salinas en vergel como lo atestigua hoy la gigantesca obra de la Asociación San José Obrero del Padre Alejandro López Tuero en Choluteca.

También aprendí que el Espíritu de Dios, que sopla donde quiere, no queda encerrado en las obras de los misioneros o dentro de lo que acostumbramos identificar con la Iglesia. También actúa poderosamente en muchas personas que a veces no creen en Dios o son críticas de la misma Iglesia: hombres y mujeres pensadores, poetas, escultores, pintores, periodistas, educadores, militantes sociales, personas de todos los sectores de la sociedad que buscan, trabajan, luchan para ser fieles a lo que sienten en lo profundo de su ser y que lo comparten generosamente con su pueblo. He conocido a algunos hombres y mujeres que soñaban con una Honduras simplemente justa y humana y que lucharon mucho para concretar esos sueños. Unos eran cristianos comprometidos, otros no, pero el testimonio de todos y todas me ha acompañado y estimulado durante todo el resto de mi vida.

Aprendí mucho de nuestros primeros Delegados de la Palabra de Dios, de aquellos que entre sí eran enemigos a muerte y que, en nuestras sesiones de formación, descubrían de repente el camino grandiosamente liberador de la reconciliación. Tengo siempre presente en la memoria aquella comida multitudinaria de la ordenación episcopal de Monseñor Marcelo Gérin, el obispo que puso sobre el mapa la Iglesia de Choluteca, asentándola sobre la roca profética de los más pequeños y marginados de la tierra. Era fiesta a todo trapo y se había formado una larguísima cola de personas venidas del campo que se empujaban para hacer uso del micrófono. Muchísimos tomaron la palabra, ese día, para contar cómo habían pasado de la muerte a la vida con Cristo resucitado al renunciar a sus rivalidades y al aunar fuerzas para cavar un pozo, abrir un camino, construir una escuela, levantar una capilla o un puesto sanitario, formar un patronato independiente de los partidos políticos, participar de una cooperativa, de las Escuelas radiofónicas o de las ligas campesinas.

Contaban maravillados cómo la juventud que andaba sin rumbo, abandonada y dispersa por todos lados, se estaba despertando y encauzando en un gran movimiento animado por otro compañero profeta, el Padre Iván Bouffard, aportando un dinamismo inesperado a todos los proyectos comunitarios; y decían cómo de repente se pintaba en esos jóvenes el alba del propio futuro de una Iglesia del pueblo, humilde y fuerte, pobre y valiente, profundamente humana y liberadora, y hondureña de pies a cabeza. Después venían las mujeres a proclamar cómo ellas también habían sido propulsadas como de la noche a la mañana de un estado de postergación y de verdadera esclavitud al de protagonistas de primer plano en la transformación de sus familias y comunidades. Aquel día, era Pentecostés bajo el techo incandescente de la cancha del antiguo colegio Goretti de las Hijas de Jesús.

En ese día grandioso, pude apreciar más que nunca el alcance de la labor paciente y generosa de cada uno y de todos mis valiosos compañeros misioneros, la que iba a florecer y fructificar a lo largo de los años, en Choluteca o en la Capital, seminarios, catedrales, parroquias de 50 a 90 000 feligreses, en miles de pequeñas comunidades en sabanas y montañas, entre sequías y diluvios, en medio de golpes de estado e incluso de una guerra. Luego vino el desastre del Mitch que enlutó a toda la nación. Los valientes compañeros se desalmaron para acompañar, consolar, alentar y levantar poblaciones enteras destrozadas por la tragedia. Han construido miles de viviendas nuevas y brindado una nueva vida a una multitud de víctimas. Han intensificado la acción para la defensa y protección del ambiente, creando conciencia en la colectividad para que comenzara, como Pueblo de Dios, a mirar la naturaleza con los ojos y el corazón del Creador, a redescubrirla como una madre, a vendar sus heridas, a escucharla, a cuidarla como la niña de sus ojos.

En jeep, en camioneta, a caballo, a lomo de mula o a pie, sudando la gota gorda día y noche y 365 días al año, se los veía en todas partes y todos los días cantando: “Levantemos el corazón” ... “Demos Gracias al Señor nuestro Dios”. Ninguno de ellos o ellas ha escatimado esfuerzos en la promoción de la mujer y de la juventud, dando su espacio a los excluidos, promoviendo los derechos humanos, capacitando al máximo a los colaboradores, en una palabra, fomentando una experiencia de Iglesia que fuera innegablemente dignificante y idealmente liberadora.

Todo eso se realizó a veces a tientas, las más de las veces corriendo hacia adelante, pero también, algunas veces, volviendo para atrás y frenando bruscamente. En ciertas oportunidades, hubo choques y se cometieron errores. Pero se puede afirmar con la mano en el corazón que jamás nadie dejó de dar lo mejor de sí mismo en situaciones que a veces fueron demasiado penosas y confusas.

Mucho aprendí. Pues fue en Honduras donde tuve mis primeras lecciones prácticas de política y me enamoré de la historia que da la clave de acceso a la comprensión de un pueblo. Por primera vez en mi vida entré en una embajada. Nunca antes había visto a un Presidente de cerca ni imaginado jamás que un gobierno pudiera tener más importancia que el país e, incluso, más que el pueblo. Ni cómo una sola multinacional podía tener más poder que todo un gobierno, ni cómo una sola Embajada extranjera podía manejar todo un gobierno y toda una nación. Vi con estupefacción cómo la justicia se las pasaba habitualmente encarcelada, mientras la injusticia andaba a rienda suelta por las calles, mandando en los tribunales y en cada escalón del poder.

Allí vi cómo la insaciable hambre de riquezas es el opio verdadero del pueblo y la causa de todas las pobrezas y miserias. Porque, en un principio, no fue la pobreza el problema fundamental de Honduras, sino las cantidades de oro que el país tenía encerrado en sus entrañas. Ese oro trastornó a Honduras desde su nacimiento, la intoxicó e impidió que creciera en forma orgánica. Echó a perder los mejores intentos para edificar un país próspero y libre. Ese afán de enriquecimiento rápido hizo pedazos todo intento de construir una sociedad que se rigiera por la ley, y convirtió a cada hondureño en enemigo de sus compatriotas; fomentó el terror, el robo, el juego, la prostitución, el alcoholismo y demás vicios; el contrabando, las mafias y los asesinatos; en una palabra, coronó como motor de la vida la CODICIA que, como es sabido, es la raíz de todos los males.

No ha acaecido una sola desgracia en la historia de Honduras que no haya nacido en la boca de las minas de oro y plata de ese país, comenzando con los golpes de estado a repetición y la entrega gradual de las riquezas nacionales a intereses extranjeros, siguiendo con la corrupción legendaria de los gobernantes y el narcotráfico, hasta las maras que hoy día tienen en jaque a ese mismo país que, por otra parte, se está desangrando despiadadamente por los hechizos del sueño americano.

Vi cómo la Independencia quedó a medio hacer básicamente porque falló en repartir mínimamente la tierra en forma un tanto equitativa entre todos sus habitantes. Desterrada en su propia tierra, la gran mayoría del pueblo hondureño sigue sin tener ningún poder real y, por lo tanto, ve irremediablemente vedado para ella el camino de la democracia y de la libertad.

También llegué a comprender que una Reforma agraria no consiste sólo en distribuir tierras...

Anunciar la Buena Noticia de Jesús de Nazareth a un pueblo maravillosamente humano como el de Honduras, pero sumergido en un pozo aparentemente sin fondo, requiere de la Iglesia que baje con él cargando con la cruz y lo acompañe hasta el calvario con indomable espíritu de resurrección. Hace falta que los hombres y mujeres discípulos del profeta de Nazareth no se asusten, ni busquen lavarse las manos cediendo a la vieja tentación de separar el cuerpo del alma, el espíritu de la materia y lo eclesial de lo socioeconómico y político. En una palabra, que no vayan a separar de nuevo lo que Dios ha unido para refugiarse en las sacristías; sería negar la cruz de Cristo.

Por el camino he podido apreciar cómo las tradiciones que hacen a la identidad de un pueblo pueden, en momentos cruciales de la historia, convertirse en verdaderos estorbos que bloquean su futuro. Jesús mismo no tuvo reparos en desechar muchas de las creencias y tradiciones de su pueblo, algunas incluso muy sagradas, para desbrozarle el camino a la vida.

Honduras es a la vez una maravilla y un gran dolor. Pero he aprendido algo más en ese país amado. En abril, justo antes de las primeras lluvias de mayo, cuando la sequía anual de seis largos meses está en su cenit, los grandes árboles, sacando agua de no sé qué profundidad del suelo, se cubren de una masa de flores de una belleza deslumbrante. Ese fenómeno, que siempre me asombró, ha dejado grabada en mi corazón la profunda convicción de que esos árboles que florecen en plena sequía justo antes de la llegada de la lluvia, son la imagen viva del pueblo hondureño: aún sin agua, sin plata, sin nada, ese pueblo maravilloso, no sé por qué milagro de Dios, sigue y siempre seguirá floreciendo...

Fue en Honduras donde empecé a convertirme al pueblo, a sentirme pueblo, a hacerme pueblo... yo que, siendo del pueblo, había sido apartado de él durante años para ser formado supuestamente como un buen sacerdote de Dios... Ese reencuentro con el pueblo me obligó a replantearme un montón de certezas que ya se habían constituido en pilares de mi vida. Pues a fuerza de ir mirando las cosas desde el pueblo, con los ojos y con el corazón del pueblo, y no desde libros, no desde un poder acreditado por el cielo, no desde una corporación poderosa que pretende poseer la verdad, una gran conmoción se produce inevitablemente en uno: las seguridades se caen una tras otra, dejándole a uno un inmenso vacío. Mi salud que nunca fue muy buena acabó por quebrarse.

Tuve que dejar Honduras. Pero al cabo de unos años, salí hacia otros rumbos reanudando mi peregrinaje. Al llegar a Argentina procuré ponerme directamente del lado del pueblo. Lo atesorado en Honduras, lo invertí en una cultura autóctona milenaria, en la gente de las minas, en los Derechos humanos, en la causa de los desaparecidos por la Dictadura, en una Iglesia de pequeñas comunidades que fuera el lugar donde los pobres se sintieran personas. Cuando la gente me preguntaba de dónde me venía esa sensibilidad por las cosas del pueblo y mi amor a la libertad, les decía que de tres fuentes. La primera: mi país de origen donde mi pueblo sufrió durante siglos una situación de opresión o de marginación a manos del poder extranjero que lo había conquistado y del cual todavía no acababa de liberarse. La segunda fuente: las comunidades de Honduras. “¿De Honduras?” me decían, “y sí,” les contestaba yo, “de Honduras”. Entonces yo les contaba cosas como las que acabo de escribir en estas páginas. Y la tercera fuente, que es la más importante: el Evangelio de un Jesús que fue hombre del pueblo y no del templo o del poder, a quien amo con toda mi alma.

Y cuando luego me tocó llegar a la China, y que los chinos ateos, siempre sedientos de conocer, me pedían que les explicara el cristianismo, yo les contaba lo que había vivido en Honduras y cómo esa experiencia fue la que empezó a hacerme entender el Evangelio de Jesús. Simplemente les estaba diciendo que fue en Honduras donde conocí a Jesús. Y, a renglón seguido, les hablaba del Jesús que vive en los ojos cristalinos del pueblo catracho 6.

Cuando aún estaba en Honduras, no tenía conciencia clara de lo que ahora relato. Y, por eso, sin quererlo, tuve probablemente más de una vez actitudes pesadas con el pueblo, por simple prepotencia o, por creer tal vez, que yo sabía más; actitudes estúpidas de superioridad o actitudes paternalistas como para hacerme el héroe o no sé qué. A veces prediqué cosas con mi cerebro que ni yo mismo entendía. No fui siempre hombre de diálogo, porque yo era de una cultura donde no existía tal cosa. Y confieso que, a pesar de no ser un fanático de la puntualidad, todavía tengo problemas con la hora latina... Pero creo que me convertí al agua bendita, porque los hondureños me enseñaron que hay que tomarla para que el cuerpo de uno se haga sagrado; además, empecé de a poquito a amar a los santitos, aunque no a sus pelucas.

Si, en los pocos años que estuve en Honduras, pude servir el Reino de Dios con alguna creatividad, fue porque el mismo Dios me dio el privilegio único – ahora lo veo con mayor claridad - de acompañar al buen obispo Marcelo en sus primeros años al frente de lo que entonces se llamaba la Prelatura de Choluteca. Por la confianza total que ese visionario puso en mí, conocí una libertad de pensar y de actuar que nunca había experimentado antes en mi vida, y tampoco después. Y fue un milagro que ese santo varón me aguantara tanto tiempo a su lado.

Ahora estoy nuevamente en mi país, donde, 50 años atrás, la Iglesia era todavía una de las más fuertes del mundo y exportaba misioneros hasta los últimos rincones del planeta. En la actualidad, en este mismo país, muchas iglesias están en venta. Si bien todavía no murió el Evangelio, todo lo que había servido hasta hace poco como soporte exterior del mismo se está cayendo como los ladrillos de un edificio agrietado por todos lados. Los que todavía tienen fe, afirman que lo que se está dando en Québec no es el fin de la Iglesia, sino el fin de una “cierta manera” de ser Iglesia. Dicen que el Evangelio está saliendo de los claustros que lo mantenían preso, un poco como Jesús que, volteando la enorme piedra que lo apresaba en el sepulcro, salió libre de la muerte en la mañana de Pascua.

Pero, sea como fuere, en estos días, no corren por las calles los signos de una nueva vida para nuestra Iglesia. Entonces a veces pienso que a la Iglesia de Honduras, que ahora goza de un auge sin precedentes en la historia, le podría pasar lo mismo un día. La única forma de evitarlo es que aprenda de la experiencia nuestra: que el pueblo no está hecho para la Iglesia sino la Iglesia para el pueblo y que el autoritarismo clerical es el cáncer de la institución eclesial.

¡Y ahora, a sacar el chancho gordo y el palo encebado, las toreadas de vacas, el torofuego, las bombas de estruendo, las carreras de cintas y de patos, los jaripeos7 y las rancheras a todo dar, porque esos años en que caminé junto al pueblo hermano de Honduras pasaron como un día apenas! Sigue el camino y no falta la esperanza, porque sabemos que “el amor de Dios no se ha acabado, ni se han agotado sus misericordias; cada mañana se renuevan, y su fidelidad es grande” (Lam 3, 22-23).

Notas:

1. Garrobo: reptil muy parecido a la iguana. 2 . Zopilote Ave falconiforme americana semejante al buitre común. 3 Jícaro: árbol nativo de México y Centroamérica. De copa ancha y abierta Florece y fructifica durante todo el año.4 Cipote: Niño/a (cipota), jovencito/a. 5 Caite: sandalia tradicional, hecha a mano, a veces con suela cortada de una llanta, 6. Catracho: Catracho es un gentilicio sinónimo de 'Hondureño'.. 7. Jaripeo: conjunto de faenas que se realizan al enlazar, colear, torear o jinetear a un caballo o a un toro. El jaripeo es un pasatiempo de origen mexicano que forma parte de las festividades celebradas en la mayoría de los pueblos del país